lunes, 26 de enero de 2015

Treinta de Febrero

Ella espera, sentada, mirando hacia el cielo,
contempla el vacío, se deja llenar por la nada.
Espera algo, que nadie conoce, algo que la libere
de su patológica tendencia a sufrir.
Sangra sus lágrimas en la ventana,
una hemorragia de sentimientos que la destrozan.
No rie, no habla, solo mira hacia el cielo.
Ella espera que allí se dibuje una señal,
ella espera siempre el treinta de febrero.
Y yo, yo contemplo su caída,
la sufro en carne propia.
La veo morir día a día, mirando ese cielo intangible,
esperando ese día imposible.
Nos pudrimos,
ella mirando al cielo,
yo contemplando su espera.
Ella espera lo imposible (¿o la muerte quizás?),
yo espero convertirme en la imposibilidad,
ser ese día inexistente,
ser esa forma irreal,
ser el objeto de la mirada perdida.
Yo espero, ella espera,
yo busco, y ella busca,
pero ninguno encuentra nada en la nada misma.
Ambos nos pudrimos,
Morimos día a día.
Ella mirando al cielo, y yo mirándola a ella.



jueves, 20 de febrero de 2014

El congreso de los derrotados.



No recuerdo con precisión cuando fue. Si recuerdo que el salón estaba repleto. Era la primera -y hasta hoy, la única-, convención de derrotados. En ella se congregaron perdedores de todo el mundo, con el fin de dilucidar algunos rasgos esenciales de la derrota.

Asistí casi de casualidad. Buscaba un bar donde olvidar a alguna mujer -o todas-, y de repente me vi allí, portando un cartel que señalaba un nombre que no me pertenecía, en representación de algún país africano o asiático. Muchos fueron los tópicos y las reflexiones que me llamaron la atención.

Entre los asistentes había representantes de la selección de Holanda, el equipo argentino de Copa Davis y Los Pumas, todos ellos voces autorizadas cuando llegó la hora de hablar de derrotas, casi todas dignas. Ello disparó el primer debate grande de la convención.

-La derrota digna sólo existe en el deporte, si hablamos de amor o la política, toda derrota es deleznable. Hablando del plano afectivo, vemos que nuestro objeto de deseo nos rechaza y eso convierte a la derrota en algo aún más doloroso - se aventuró a decir, presuroso, el comisionado holandés-.

- Discrepo -intervino a los gritos el representante de Sri Lanka- la derrota en el campo del afecto, puede ser digna, si el derrotado usó todos los recursos a su alcance para efectuar la conquista y aún así no pudo conseguir su objetivo. El intento y el empleo de medios siempre ennoblece el resultado final de la acción.

-Nosotros creemos que la única verdad es la realidad, que todos fuimos, somos y seremos perdedores en algún momento de nuestras vidas, y que lo único que podemos hacer es soportar y abstenernos - sostuvieron los derrotados del estoicismo, cuando les cedieron la palabra.

Las pláticas sobre dicho tópico continuaron y se ramificaron por diversos menesteres.

Me retiré de ese foro y me dirigí a otro donde se hablaba de la derrota en el arte:

-Hagamos de la derrota un arte, a mí me ha servido, y he visto grandes frutos gracias a ello -intervino el cantante de Radiohead, invitado de honor a la jornada-.

-Eso es una obviedad -señaló angustiado la conferencista de Kiribati- no hay arte sin derrota. No podría concebirse otra forma de crear belleza sin la influencia del desasosiego que genera la frustración. Todos sabemos que lo bello es hijo del caos, que las rosas nacen en huevos de serpientes y que todo lo que nos cautiva tiene un origen trágico.

Algunos discreparon, sosteniendo que el concepto era erróneo, que no podía universalizarse en el arte un patrón de esa envergadura. A ello la isleña respondió que le importaba un carajo, que esa era su opinión y que no aceptaría críticas de un puñado de fracasados, entre los que él se incluía.

Las charlas se volcaban a diversos temas, y de a poco me fui angustiando por ver tanta derrota junta.

Recuerdo que me llamó poderosamente la atención el señor que vendía rifas, en representación del sindicato de perdedores. Me apresuré a preguntarle que se sorteaba.

-Nada -me dijo- es un congreso de perdedores. Nadie puede ganar.
Ya fuera un acto de gran coherencia o de picardía comercial, me pareció la respuesta correcta a mí interpelación.

En el plano metafísico,otros muchachos, muy angustiados, sostenían que todos los seres del planeta somos perdedores, en tanto nuestra principal batalla es por la vida, siendo que nos sabemos vencidos por la muerte desde el llano.

-No venceremos jamás a la muerte -agitaba un fatalista italiano-, ella es la única gran ganadora de este mundo. Nos puede destrozar cuando guste, y por más que luchemos, intentemos o roguemos, siempre nos llevará contra nuestra voluntad hacia su reino.

-Yo creo que usted se equivoca -intervino Daniel Filmus, especialista en perder elecciones-, en tanto y en cuanto no observa la derrota original, que es la que usted señala, es inevadible. Las derrotas que aquí se quieren analizar son de otro tenor, derrotas evitables o hijas de circunstancias que pueden revertirse de alguna u otra manera. La muerte es ineludible, y certera. Eso ya no es derrota, es destino.

Las disertaciones siguieron durante horas. Si bien eran interesantes, yo realmente necesitaba una cerveza, porque más allá de compartir la pena de los derrotados, quería olvidar a esa mujer -o esas mujeres-.

Tiempo después crucé en una calle de Remedios de Escalada al comisionado de Flandes, que me recordaba:

- ¿Usted es Oswald N’diaye, delegado de la derrota en República Centroafricana? -interpeló.
- Supe serlo -contesté- ¿Usted es el de Bélgica?.
- Yo fuí Karl Van der Krajlek, pero tuteame y decime Oscar. También me mandaron cualquier cosa en la convención.
- ¿Como terminó eso? - pregunté.
- Bien, que se yo. Hablé un poco en cada conferencia, pero no se llegó a un documento valedero y unificado. Las derrotas, de todo tipo, deben afrontarse de manera individual ¿Vistes?. En resumidas cuentas, cada cual sabe como masticar sus garrones ¿Vistes? Somos dueños y hacedores de nuestro propio infierno, y allí debemos buscar respuestas, si es que existen.

Asentí y lo saludé para retirarme. Coincidía con él, pero no se lo quise decir. No quería que supiera que su argumento había ganado un adepto.

jueves, 16 de enero de 2014

Horacio


Horacio espera el tren, agobiado por la rutina de un día más en la fábrica. Pronto se imagina en su casa, recuperando la fuerza que el yugo le sustrajo esta jornada. Con sus cincuenta y tantos sobre la espalda, se siente aniquilado por el automatismo. Con su mochila a cuestas, sus ropas sucias y sus bolsillos vacíos, comienza a soñar despierto. Proyecta que en unos años será merecedor de las previsiones de la inseguridad social, donde le pagarán unas migajas para evitar que muera de hambre. Se imagina comprando medicación para sanar todos los males que los años de trabajo le inflingieron a su cuerpo.

Horacio toma el tren, pensando en que nadie lo esperará en casa. Alicia hace tiempo dejó el hogar, harta de la monotonía y el alcoholismo de su ahora ex marido. Los chicos tampoco estaban. Los chicos tampoco querían verlo. Sabe que existen nietos. Nunca podría ver sus rostros, ya lo odiaban sin conocerlo.

Horacio sufre el calor en el tren, mientras sigue pensando en que nadie lo esperará, en que pronto morirá, quizás en unos meses, quizás en unos años, pero morirá, podía sentir a la parca cerca. Podía sentir su aliento fétido a sus espaldas. También cavilaba que en que todos los errores de su vida tuvieron un costo muy alto, un costo que no podría pagar jamás.


Al llegar a casa, se dice, mientras observa por la ventanilla del tren que sólo restan dos estaciones, verá el partido de esa noche, beberá el vino que lo aguarda (su único compañero en tan vasta soledad). El alcohol lo ayudará a evadirse, a olvidarse. Dormirá unas pocas horas y al despertar, otra vez mareado y con lágrimas secas, hijas de los sueños o pesadillas que lo habitan en las noches, juntará fuerzas para ingerir un poco más de ese veneno amargo y nocivo, ese calvario en que él mismo transformo su vida. Su futuro, sus visiones, eran presente ya. Su ayer, su hoy y su mañana estaban vacíos, como él.

jueves, 16 de mayo de 2013

El Ciclo


El frío besándome el rostro de nuevo. La naturaleza moribunda regalándome sus últimos destellos de verde antes de su letargo. El Sol cada vez más lejos de mis manos. Las noches extensas, profundas y espesas reflejando mis pensamientos en el caótico danzar de las estrellas. El paisaje aún más gris de la metrópolis moribunda enloqueciéndome. El invierno pronto a acaecer como fin de un principio eterno, el ciclo que se repite eternamente, Ouroboros natural y perpetuo, ajeno al hombre por designio de los dioses, ajeno al tiempo por orden del Universo. Contemplo la caída de lo que volverá a nacer una y otra vez, como no lo haré yo, como no lo hará nadie.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Los Suicidas

Es erróneo llamar suicidas sólo a las personas que se asesinan realmente. Entre éstas hay, sin embargo, muchas que se hacen suicidas en cierto modo por casualidad y de cuya esencia no forma parte el suicidismo. Entre los hombres sin personalidad, sin sello marcado, sin fuerte destino, entre los hombres adocenados y de rebaño hay muchos que perecen por suicidio, sin pertenecer por eso en toda su característica al tipo de los suicidas, en tanto que, por otra parte, de aquellos que por su naturaleza deben contarse entre los suicidas, muchos, quizá la mayoría, no ponen nunca mano sobre sí en la realidad. El «suicida» -y Harry era uno- no es absolutamente preciso que esté en una relación especialmente violenta con la muerte; esto puede darse también sin ser suicida.

Pero es peculiar del suicida sentir su yo, lo mismo da con razón que sin ella, como un germen especialmente peligroso, incierto y comprometido, que se considera siempre muy expuesto y en peligro, como si estuviera sobre el pico estrechísimo de una roca, donde un pequeño empuje externo o una ligera debilidad interior bastarían para precipitarlo en el vacío. Esta clase de hombres se caracteriza en la trayectoria de su destino porque el suicidio es para ellos el modo más probable de morir, al menos según su propia idea. Este temperamento, que casi siempre se manifiesta ya en la primera juventud y no abandona a estos hombres durante toda su vida, no presupone de ninguna manera una. fuerza vital especialmente debilitada; por el contrario, entre los «suicidas» se hallan naturalezas extraordinariamente duras, ambiciosas y hasta audaces. Pero así como hay naturalezas que a la menor indisposición propenden a la fiebre, así estas naturalezas, que llamamos «suicidas», y que son siempre muy delicadas y sensibles, propenden, a la más pequeña conmoción, a entregarse intensamente a la idea del suicidio. Si tuviéramos una ciencia con el valor y la fuerza de responsabilidad para ocuparse del hombre y no solamente de los mecanismos de los fenómenos vitales, si tuviéramos algo como lo que debiera ser una antropología, algo así como una psicología, serían conocidas estas realidades de todo el mundo.

jueves, 26 de enero de 2012

El infierno del Insomnio I


A veces no puedo evitar sentir vacua toda existencia. Observo atónito, angustiado y con aversión el devenir de la humanidad, el comportamiento cada uno de los seres que habitan este mundo. No concebimos la irracionalidad que radica en el hecho de existir. Vivimos por un impulso macabro. Amamos el sufrimiento, por eso preservamos la vida, la tratamos como el bien más preciado. Nos gusta extender la agonía el mayor tiempo posible, mintiéndonos, elucubrando imágenes fictas de una existencia placentera, de una vida plena. La conciencia del dolor se encuentra latente, la existencia es trágica. Si pudiésemos cuantificar el dolor humano, por cada segundo de eso que llaman felicidad, tendríamos en equivalencia eones de penurias.
____________________________________________________________________________
Recurrir al suicidio es una escapatoria, podrían decirme. Pero no. Todos somos conscientes de que la muerte es el inicio del eterno silencio, y ninguno de nosotros está dispuesto a pagar ese precio para abandonar el suplicio de la vida. Aquellos deciden finalizar con sus vidas, cuya voluntad se orienta a la aceptación de una eternidad en la no existencia, son los verdaderos héroes de nuestra historia. Aquellos que deciden partir por verse ahogados por el sufrimiento del mundo, no son más que seres débiles e ilusos que creen que en otro mundo esta la escapatoria. Yo tan sólo soy un cobarde que se aferra a lo ilusorio. Y si bien mi aversión a la vida se encuentra latente, mi miedo al silencio evita que tome una postura heroica.
____________________________________________________________________________

Por momentos me pregunto, cuando observo a los creyente, ¿Por qué no se matan? Si al fin y al cabo, ellos creen que más allá de la vida se encuentra el paraíso. Si anhelan tanto llegar a él, si su real intención es llegar a el, deberían renunciar a sus vidas, pero, a contrario sensu, se aferran a ellas. Inconscientemente saben que la creación de la idea de una vida en el más allá es una excusa para dotar de sentido la existencia.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Mierda en el Espejo


En mis manos el olor a muerte.
El ciclo que se cumple.
Las voces que se extinguen.
Mi fuego se expande.

Toco y destruyo,
Todo perece a mi lado.
Mi aura está infecta,
Maldita.

Símbolos del caos naciente,
Se proyectan en mis ojos.
Dan origen a lágrimas,
A todas, a cada una de ellas.

Vómito de dioses,
Sangre inocente,
Almas puras,
Corrómpanse.

Soy un fruto putrefacto,
El hijo del mundo.
El asco a lo humano,
El reflejo del hombre.
Escupen mi nombre,

Maldicen mi alma,
Pues soy el reflejo
De aquello que ocultan.
La génesis del terror.

Genero su asco, lo se
Mas soy dueño de su miedo.
Vomitan al ver en mí,
El fiel reflejo de sus pensamientos.