jueves, 16 de enero de 2014

Horacio


Horacio espera el tren, agobiado por la rutina de un día más en la fábrica. Pronto se imagina en su casa, recuperando la fuerza que el yugo le sustrajo esta jornada. Con sus cincuenta y tantos sobre la espalda, se siente aniquilado por el automatismo. Con su mochila a cuestas, sus ropas sucias y sus bolsillos vacíos, comienza a soñar despierto. Proyecta que en unos años será merecedor de las previsiones de la inseguridad social, donde le pagarán unas migajas para evitar que muera de hambre. Se imagina comprando medicación para sanar todos los males que los años de trabajo le inflingieron a su cuerpo.

Horacio toma el tren, pensando en que nadie lo esperará en casa. Alicia hace tiempo dejó el hogar, harta de la monotonía y el alcoholismo de su ahora ex marido. Los chicos tampoco estaban. Los chicos tampoco querían verlo. Sabe que existen nietos. Nunca podría ver sus rostros, ya lo odiaban sin conocerlo.

Horacio sufre el calor en el tren, mientras sigue pensando en que nadie lo esperará, en que pronto morirá, quizás en unos meses, quizás en unos años, pero morirá, podía sentir a la parca cerca. Podía sentir su aliento fétido a sus espaldas. También cavilaba que en que todos los errores de su vida tuvieron un costo muy alto, un costo que no podría pagar jamás.


Al llegar a casa, se dice, mientras observa por la ventanilla del tren que sólo restan dos estaciones, verá el partido de esa noche, beberá el vino que lo aguarda (su único compañero en tan vasta soledad). El alcohol lo ayudará a evadirse, a olvidarse. Dormirá unas pocas horas y al despertar, otra vez mareado y con lágrimas secas, hijas de los sueños o pesadillas que lo habitan en las noches, juntará fuerzas para ingerir un poco más de ese veneno amargo y nocivo, ese calvario en que él mismo transformo su vida. Su futuro, sus visiones, eran presente ya. Su ayer, su hoy y su mañana estaban vacíos, como él.

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