jueves, 20 de febrero de 2014

El congreso de los derrotados.



No recuerdo con precisión cuando fue. Si recuerdo que el salón estaba repleto. Era la primera -y hasta hoy, la única-, convención de derrotados. En ella se congregaron perdedores de todo el mundo, con el fin de dilucidar algunos rasgos esenciales de la derrota.

Asistí casi de casualidad. Buscaba un bar donde olvidar a alguna mujer -o todas-, y de repente me vi allí, portando un cartel que señalaba un nombre que no me pertenecía, en representación de algún país africano o asiático. Muchos fueron los tópicos y las reflexiones que me llamaron la atención.

Entre los asistentes había representantes de la selección de Holanda, el equipo argentino de Copa Davis y Los Pumas, todos ellos voces autorizadas cuando llegó la hora de hablar de derrotas, casi todas dignas. Ello disparó el primer debate grande de la convención.

-La derrota digna sólo existe en el deporte, si hablamos de amor o la política, toda derrota es deleznable. Hablando del plano afectivo, vemos que nuestro objeto de deseo nos rechaza y eso convierte a la derrota en algo aún más doloroso - se aventuró a decir, presuroso, el comisionado holandés-.

- Discrepo -intervino a los gritos el representante de Sri Lanka- la derrota en el campo del afecto, puede ser digna, si el derrotado usó todos los recursos a su alcance para efectuar la conquista y aún así no pudo conseguir su objetivo. El intento y el empleo de medios siempre ennoblece el resultado final de la acción.

-Nosotros creemos que la única verdad es la realidad, que todos fuimos, somos y seremos perdedores en algún momento de nuestras vidas, y que lo único que podemos hacer es soportar y abstenernos - sostuvieron los derrotados del estoicismo, cuando les cedieron la palabra.

Las pláticas sobre dicho tópico continuaron y se ramificaron por diversos menesteres.

Me retiré de ese foro y me dirigí a otro donde se hablaba de la derrota en el arte:

-Hagamos de la derrota un arte, a mí me ha servido, y he visto grandes frutos gracias a ello -intervino el cantante de Radiohead, invitado de honor a la jornada-.

-Eso es una obviedad -señaló angustiado la conferencista de Kiribati- no hay arte sin derrota. No podría concebirse otra forma de crear belleza sin la influencia del desasosiego que genera la frustración. Todos sabemos que lo bello es hijo del caos, que las rosas nacen en huevos de serpientes y que todo lo que nos cautiva tiene un origen trágico.

Algunos discreparon, sosteniendo que el concepto era erróneo, que no podía universalizarse en el arte un patrón de esa envergadura. A ello la isleña respondió que le importaba un carajo, que esa era su opinión y que no aceptaría críticas de un puñado de fracasados, entre los que él se incluía.

Las charlas se volcaban a diversos temas, y de a poco me fui angustiando por ver tanta derrota junta.

Recuerdo que me llamó poderosamente la atención el señor que vendía rifas, en representación del sindicato de perdedores. Me apresuré a preguntarle que se sorteaba.

-Nada -me dijo- es un congreso de perdedores. Nadie puede ganar.
Ya fuera un acto de gran coherencia o de picardía comercial, me pareció la respuesta correcta a mí interpelación.

En el plano metafísico,otros muchachos, muy angustiados, sostenían que todos los seres del planeta somos perdedores, en tanto nuestra principal batalla es por la vida, siendo que nos sabemos vencidos por la muerte desde el llano.

-No venceremos jamás a la muerte -agitaba un fatalista italiano-, ella es la única gran ganadora de este mundo. Nos puede destrozar cuando guste, y por más que luchemos, intentemos o roguemos, siempre nos llevará contra nuestra voluntad hacia su reino.

-Yo creo que usted se equivoca -intervino Daniel Filmus, especialista en perder elecciones-, en tanto y en cuanto no observa la derrota original, que es la que usted señala, es inevadible. Las derrotas que aquí se quieren analizar son de otro tenor, derrotas evitables o hijas de circunstancias que pueden revertirse de alguna u otra manera. La muerte es ineludible, y certera. Eso ya no es derrota, es destino.

Las disertaciones siguieron durante horas. Si bien eran interesantes, yo realmente necesitaba una cerveza, porque más allá de compartir la pena de los derrotados, quería olvidar a esa mujer -o esas mujeres-.

Tiempo después crucé en una calle de Remedios de Escalada al comisionado de Flandes, que me recordaba:

- ¿Usted es Oswald N’diaye, delegado de la derrota en República Centroafricana? -interpeló.
- Supe serlo -contesté- ¿Usted es el de Bélgica?.
- Yo fuí Karl Van der Krajlek, pero tuteame y decime Oscar. También me mandaron cualquier cosa en la convención.
- ¿Como terminó eso? - pregunté.
- Bien, que se yo. Hablé un poco en cada conferencia, pero no se llegó a un documento valedero y unificado. Las derrotas, de todo tipo, deben afrontarse de manera individual ¿Vistes?. En resumidas cuentas, cada cual sabe como masticar sus garrones ¿Vistes? Somos dueños y hacedores de nuestro propio infierno, y allí debemos buscar respuestas, si es que existen.

Asentí y lo saludé para retirarme. Coincidía con él, pero no se lo quise decir. No quería que supiera que su argumento había ganado un adepto.

jueves, 16 de enero de 2014

Horacio


Horacio espera el tren, agobiado por la rutina de un día más en la fábrica. Pronto se imagina en su casa, recuperando la fuerza que el yugo le sustrajo esta jornada. Con sus cincuenta y tantos sobre la espalda, se siente aniquilado por el automatismo. Con su mochila a cuestas, sus ropas sucias y sus bolsillos vacíos, comienza a soñar despierto. Proyecta que en unos años será merecedor de las previsiones de la inseguridad social, donde le pagarán unas migajas para evitar que muera de hambre. Se imagina comprando medicación para sanar todos los males que los años de trabajo le inflingieron a su cuerpo.

Horacio toma el tren, pensando en que nadie lo esperará en casa. Alicia hace tiempo dejó el hogar, harta de la monotonía y el alcoholismo de su ahora ex marido. Los chicos tampoco estaban. Los chicos tampoco querían verlo. Sabe que existen nietos. Nunca podría ver sus rostros, ya lo odiaban sin conocerlo.

Horacio sufre el calor en el tren, mientras sigue pensando en que nadie lo esperará, en que pronto morirá, quizás en unos meses, quizás en unos años, pero morirá, podía sentir a la parca cerca. Podía sentir su aliento fétido a sus espaldas. También cavilaba que en que todos los errores de su vida tuvieron un costo muy alto, un costo que no podría pagar jamás.


Al llegar a casa, se dice, mientras observa por la ventanilla del tren que sólo restan dos estaciones, verá el partido de esa noche, beberá el vino que lo aguarda (su único compañero en tan vasta soledad). El alcohol lo ayudará a evadirse, a olvidarse. Dormirá unas pocas horas y al despertar, otra vez mareado y con lágrimas secas, hijas de los sueños o pesadillas que lo habitan en las noches, juntará fuerzas para ingerir un poco más de ese veneno amargo y nocivo, ese calvario en que él mismo transformo su vida. Su futuro, sus visiones, eran presente ya. Su ayer, su hoy y su mañana estaban vacíos, como él.